10/7/12

Mensaje en una botella

Extraterrestre
Pedro, mayo de 2008
Cuando llegó el fín del mundo la gente estaba sobre aviso. 
Habían aparecido signos concretos: el deshielo del ártico, las huelgas de camiones por falta de combustible y una interminable legión de idiotas que gobernaban países y monstruosas compañías eran solo algunos de los síntomas.
Cuando finalmente empezaron a derrumbarse las estructuras que sostenían las mezquinas rutinas de la gente, era definitivamente tarde. Pero tarde había sido antes, cuando los otros se habían adueñado de la civilización y la habían moldeado a su antojo. Este no era el fín de una civilización ni de una cultura, era, literalmente, el fín del mundo. Es decir que no habría más amaneceres, ni lunas llenas, ni amor por internet, ni cartas entre hermanos. No habría más trenes atravesando la India, ni coches abarrotados en la Palmetto Expressway, ni toboganes, ni bolas de basket. Nada. Si la causa del desastre era la negligencia y estupidez de los poderosos y los débiles o si se debía a la simple marcha de la historia que en algún momento termina, podía haber sido tema de debate. Pero no habría más debate. Porque el Apocalipsis estaba ya instalado como en un Guernica interminable. Ahora no eran unos cuantos aviones de la incipiente Luftwaffe arrojando dinamita sobre los caballos y los hombres. Era peor, era el fín, que se venía anunciando en los telediarios sin demasiada convicción pero con firmeza. Cuando llegó el fin la gente recordó a todos esos comentaristas sesudos debatiendo temas vitales para el futuro de la humanidad. Pero también fue consciente de lo inútil que sería seguir considerando todas las variables que habían llevado al caos. Simplemente se preguntó cuando sería su turno. Esto no era Auschwitz, donde un grupo de idiotas sádicos se había adueñado de la muerte. Pero no era peor, porque aquí la razón no podía hallarse en una sola variable, en la maquinación de un grupo de psicópatas. Tal vez eso era lo único que salvaba la situación, porque aquello no podría ser superado en su horror. Por suerte, pensaban algunos analistas, ha llegado el fín sin que ningún horror pueda superar aquello.
Cuando dejaron de funcionar los coches la gente se manejó a pie y en bicicleta, luego volvieron los caballos. Cuando los niños dejaron de ir al colegio todos se quedaron en sus casas y aprendieron con ordenadores. Cuando se terminó la energía hubo vuelta a energías más limpias y alternativas. Alguien sabía que un grupo se había ido al espacio, donde finalmente estaba demostrado que la vida era posible en Marte. Pero reconstruir la civilización humana allí hubiera sido una entelequia tan difícil como parar el Apocalipsis. Cuando dejó de haber alimentos para todos se volvió a sociedades tribales y basadas en la rapiña y la expropiación. Los episodios de saqueos y violencia indiscriminada, la vuelta a las murallas y los ejércitos pagos fue un eslabón más en la cadena de desastres. Cuando dejó de haber policía por falta de medios no fue necesario inventar una nueva, la institución policial represiva, al igual que el estado represor, había caído por su propio peso. En un momento dado todos dejaron de pagar impuestos, los semáforos dejaron de funcionar, no hubo más ministerios, ni gobiernos locales, ni medios para subsistir más allá de la propia voluntad aniquiladora del vecino.
Cuando llegó el fín del mundo yo estaba sentado junto a una ventana, mirando como el color del mar se teñía de rojo y unas barcas a vela desaparecían en el horizonte. Tal vez las barcas eran piratas o huían de algún saqueo terrestre o en el mar. La ventana era lo único que le quedaba a una casa que estaba siendo demolida por una horda de semi adolescentes con esvásticas y cabezas rapadas. Ya habían venido por mis hijos, pero había tenido la previsión de refugiarlos en lugar seguro, en un sótano tan lúgubre como los que había en el Gueto de Varsovia. Pero esto no era el Gueto de Varsovia. Los nazis reciclados que venían a buscarme estaban tan desarticulados que ni recordaban por qué usaban esos signos.
La legión de idiotas que se había adueñado de los escasos recursos disponibles no había tenido la previsión de salvar su pellejo. Para eso eran idiotas. Poco antes del último desastre todo el mundo se había vuelto mezquinamente sumiso. Más que nunca los empleos se convirtieron en trabajo esclavo, todo el mundo sometido a unos regímenes de cama caliente, con trabajos de 22 horas diarias y turnos imposibles de cumplir. Primero fueron centros de atención telefónica para desastres, con los cuales se lucraba sobre la base de necesidades de una población cada vez más cercada. Luego eran trabajos de reconstrucción especulativa de sectores de las ciudades que iban desapareciendo. Finalmente fueron trabajos de transporte de heridos y muertos gestionados por empresas privadas. Y más cerca del fín, simplemente dejó de haber trabajo y la gente vagaba desesperada buscando un mendrugo. Los mares subieron, las calles se inundaron. Comenzaron a llover gotas de ácido que infectaban lo que tocaban y horribles enfermedades liquidaban a la gente en horas.
Ahora que me vienen a buscar estos imbéciles sé que no me rendiré sin luchar, sin terminar estas líneas que relatan a grandes rasgos lo que ha pasado. Tal vez en otro tiempo alguien encuentre este texto y junto con algún otro documento pueda reconstruir el principio y el fin de las cosas. Para qué hacerlo escapa a mi conciencia en este momento, ya que intentaré saltar por la ventana y mantenerme vivo un rato más, corriendo por los restos de la ciudad demolida por el viento.



Ariel Halac - Ventalló 21/06/2008
     

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