El día
que estalló la revolución fue tranquilo.
- ¿Quiénes
somos? -preguntó la mujer.
- Somos
nosotros mismos -respondió el hombre.
En
Cantamorts descendió una comitiva encabezada por un hombre de
blanco. Llegaron en el tren de las 9. Se sirvieron tapas frías
y tomaron unas cañas quizás pagadas por el Comité
Revolucionario de los Enojados. Después empezó una
larga mañana de discursos.
- Me
refiero a ¿quién organiza esto? -insistió la
mujer y doblaron en la esquina. No había rasgos de gases, ni
de otros manifestantes.
- El Comité
Revolucionario de los Enojados -aclaró el hombre y miró
hasta el final de la avenida, a ver si venía alguien más.
“Hemos
llegado hasta aquí con una misión” dijo el hombre de
blanco que hablaba con voz grave. “Cantamorts es el punto de
partida para una nueva era. La era del Hombre Enojado. El hombre que
dice que no. El hombre que decide otra cosa...”.
Los
parroquianos del Tío Pepe miraban con expresión bovina.
Además del hombre de blanco, la comitiva se componía de
la mujer de negro y de un pequeño señor regordete y
calvo con traje y corbata. Éste repartía, a medida que
avanzaba el discurso, unas hojas con instrucciones.
“Iremos
todos a la capital” continuó el hombre de blanco. “Hemos
dispuesto pasajes para todos los habitantes de este pueblo en el tren
de las 12. Los que no quieran venir en el tren, pueden venir
caminando. Nos concentramos en la Estación Central y desde
allí calculamos llegar el próximo jueves a la capital.
La Gran Manifestación del viernes nos debe encontrar unidos,
cada uno en su puesto, dispuesto a luchar hasta el final”.
La mujer de
negro enarboló una carta abierta, copiada en el dorso de las
instrucciones, que el comité de Cantamorts, a través de
sus representantes -según se indicaba-, debía ser leída
en el Congreso. La leyó con voz pausada: “Nosotros, en
nombre del pueblo de Cantamorts hacemos saber a nuestros
representantes que exigimos un cambio a partir de este momento. Un
cambio que significa una ruptura: ¡No queremos que nos
representen más!. Elegiremos nuevos representantes en una
asamblea popular. Consideramos abolido nuestro contrato de
representatividad. Por respeto a nuestro pueblo, os solicitamos dar
un paso al costado”.
El pequeño
hombre rechoncho tomó la palabra, con un tono ameno y
didáctico explicó: “En este pueblo de Cantamorts se
reúne la gente que lo ha perdido todo. Desde que Aníbal,
en la antigüedad, instaló aquí un campamento de
soldados, este ha sido un lugar de encuentro y de paso obligado. Aquí
se reúnen los transhumantes, los exiliados, las almas
perdidas, la gente que busca un destino esquivo y ambiguo”.
El hombre
de blanco continuó leyendo el manifiesto: “El pueblo de
Cantamorts está a favor de un nuevo sistema de representación
política, más genuino, más directo, más
espontáneo y dinámico que el actual”.
Entonces el
hombre regordete continuó la explicación, en un tono
didáctico: “Amigos de Cantamorts, este pueblo merece
controlar su destino. Un destino único, un destino de enojo,
pero también un destino de esperanza”.
“A partir
de hoy -acotó la mujer de negro- tomamos el primer paso de un
largo camino. Cada habitante de este pueblo contará con una
huerta a su cargo. El Comité proveerá cuatro semillas
para cultivo propio, se dictará un curso de instrucción
a quienes quieran aprender a cultivar la tierra. Se proveerá
un ordenador portátil a cada habitante para conectar vía
internet todas las acciones que se están gestando a nivel
mundial de manera coordinada”.
Los
parroquianos del Tío Pepe contemplaron en silencio como se
sucedían los discursos de los tres miembros del Comité.
Entre cañas, discursos y tapas frías, se hicieron las
11.45 hs, faltaban solo 15 minutos para el tren de las 12.
- ¿Ésta
es la plaza de la manifestación? -preguntó la mujer
extrañada.
- Creo que
sí -dijo el hombre, que había perdido toda certeza.
- No hay
nadie -afirmó la mujer.
- Tal vez
no era hoy -dijo el hombre que dudaba hasta de su propia sombra.
La mujer miró el papel impreso: “Sí que era hoy” dijo.
“Creo que
aún no es el momento” concluyó el hombre y miró
hacia atrás.
El hombre
de blanco, la mujer de negro y el pequeño hombre de traje
abordaron el tren a las 12 en punto. Nadie los acompañaba.
Rouco y
Anatola aparecieron a las 12.30 en el Tío Pepe.
- ¿Nos
perdimos algo? -preguntó Anatola cuando vio expresiones más
extrañadas que lo habitual.
- No
entendí casi nada -respondió Pepe, el barman-. De
cualquier manera ya se han largado y no creo que vuelvan.
Rouco
sonrió pensando en lo que podía deparar la tarde: Tal
vez algún polvo de Anatola con algún cliente retrasado,
que pudiera componer el día.
Ariel Halac - Albanyà, 20-07-2012
MUY BUENO !!! Releyendolo tranquilo me ha gustado mucho más, es épico, transhumante y de leyenda abrazo Genio!!! Edu Sívori Alt
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